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3/09/2015

Le pareció fácil arriesgarlo todo cuando no tenía nada que perder. Supongo que esa maldita frase hacia eco en su cabeza "lo que no hagas hoy, mañana lo echarás de menos"; porque si no, no puede explicar qué es lo que le hizo moverse y romper esos pocos metros que parecían inalcanzables.

La cuestión es que en cinco segundos estuvo justo en el lugar donde quería estar realmente, pero no quería cinco segundos. Fue cómo si intentase conquistar el mundo y tuviese que conformarse con una isla diminuta al oeste de Tailandia.
Pero allí estaba él, más sorprendido que nadie, con sus manos en su espalda y las palabras escondidas. Un pensamiento que aparecía intermitentemente, las dos palabras de siempre que no fue capaz de pronunciar. Se conformó con pensarlo muy profundamente porque sabía que no hacía falta decirlo; tuvo que sentirlo cuando sus dedos rozaron sus mejillas. 
Y así fue devolviéndole todos los besos que le debía, todas las caricias que quedaron pendientes, aunque no fueran suficientes.
Y mientras se  desvivía por hacer de su despedida el mejor recuerdo, casi podía notar cómo se rendía por momentos. Disimuló bien, pero hubo algo que le hizo sonreír cómo nunca. Justo en el momento en el que las palabras y los labios van por libre, cuando se olvidaron de respirar y casi desaparece todo... Así estaba él: dividido entre darle el corazón y hacerse a la idea de no ser nada. Sabía perfectamente que esas horas serían las últimas, por eso lo besó con tantas ganas. Estaba claro que cuando la distancia volviera a instalarse entre ellos se multiplicaría por cien y no estaba dispuesto a arriesgar a que eso pasara tan pronto.
Pero prometo que habría parado el tiempo un millón de veces, justo en el instante en el que notó su respiración sobre sus clavículas y sus dedos dibujando espirales en el hombro. Porque cualquier amanecer merece la pena, porque cualquier amanecer es un día menos.


"Echa el freno. Gracias por la inspiración"

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